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Mapa Finca Santa Catalina

Todo sobre mi

A la vera polvorienta del viejo Cordel de Alcántara —ese hilo áspero que cose Cáceres con la saudade portuguesa—, dormita el cortijo de Santa Catalina. Y digo dormita porque ya no vive como antes, aunque sus piedras aún murmuren historias con aliento a sudor, cuero y aguardiente barato. Está plantado al pie de la Sierra de San Pedro, ese manto áspero y serrano que ha visto más emboscadas que un teatro de Calderón.

 

Corría el siglo XIX, ese burdel de siglos disfrazado de progreso, y por allí se arrastraban diligencias lentas como promesas de político. Santa Catalina era entonces un parador —palabra hoy cursi, pero que entonces olía a garbanzos cocidos y a mulas mojadas— y casa de postas, porque por esa vía pasaba el mundo que se atrevía a cruzar Extremadura con destino a Portugal.

 

Gracias a la testarudez ilustrada de Carlos III, y a que en 1844 alguien decidió que igual estaría bien mandar a la Guardia Civil a patrullar caminos en vez de soñar con imperios perdidos, la cosa se calmó un poco. El bandolero pasó de leyenda a problema fiscal. Y en ese respiro, el cortijo —aunque entonces aún no era cortijo, sino un racimo de edificios útiles y feos como una refriega de taberna— floreció. Casa principal, cuadras, almacenes, viviendas para cocheros y mozos de cuadra: toda una república del caballo al servicio del viajero pudiente, que solía ser comerciante, noble venido a menos o funcionario con galones. El pobre, como siempre, viajaba a pie o no viajaba.

 

Pero luego llegó 1881 y, con él, el ferrocarril. Ese traidor de hierro que hizo innecesarios a los caballos y dejó a muchos cocheros buscando oficio. Santa Catalina, como tantas otras cosas en España, empezó a morir de éxito ajeno. El tren no paraba exactamente allí, pero hacía el favor de acercarse, y durante un tiempo el parador se disfrazó de apeadero para no perder del todo su dignidad.

 

Y cuando parecía que el polvo lo cubriría todo, apareció Eduardo Olgado, indiano de vuelta de Filipinas, con el bolsillo lleno y las ganas de jugar a hacendado extremeño. Compró tierras a espuertas y, con ellas, el viejo parador. Lo transformó en cortijo, con reforma incluida: estilo neocolonial, por si alguien no se había enterado de que venía de ultramar. Le dio forma, gusto y grandeza. Y en 1920 —año en que el Tesoro de Aliseda salió de la tierra como una maldición de arqueólogo—, las obras terminaron. Como si el oro íbero y el nuevo señor del cortijo hubiesen pactado en la sombra.

 

Décadas después, en los felices sesenta, el cortijo cambió de manos. Enrique Zobel, filipino con linaje alemán y cartera española, decidió que aquello era un buen sitio para sus caballos de polo. Porque claro, nada dice “Extremadura profunda” como un establo de pura sangre camino de Sotogrande. Las cuadras se llenaron de músculos equinos y acentos cosmopolitas, y Santa Catalina volvió a respirar algo de gloria, aunque ya fuese una gloria exótica, como de anuncio de coñac.

 

Y al final, los ochenta. La finca, agotada pero aún altiva, fue comprada por la familia Rosado. Ellos, al menos, no vinieron a reinventarla, sino a mantenerla. Lo cual, en este país de reformas chapuceras y memoria escasa, es casi una heroicidad.

 

Así que ahí está Santa Catalina, mirando la sierra con la resignación del que ha visto pasar imperios, trenes, tesoros y caballos de polo. No queda claro si espera algo o simplemente aguanta. Como España.

 

Y como tú, probablemente.

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